viernes, 21 de noviembre de 2008

"Arte de llorar", II

Enrique Urrutia invita, hoy, al concierto de la Camerata Santa Cecilia en la Parroquia de San Bernardino, a las 20 horas.
 
"El mito mexicano reconoce, venera  y teme a una "Llorona", pero jamás haría lo mismo con un "Llorón". En aquélla el llanto es una de las manifestaciones de su poder, mientras en éste sería la más lastimosa expresión de su debilidad. En la Llorona las lágrimas están relacionadas con la maternidad: llora por sus hijos, y nadie le niega ese derecho, puesto que la sabiduría popular entiende que la progenie resulta entrañable para una mujer, mientras que un honbre sólo es "responsable" ante la descendencia. Éste no podría llorar poe sus hijos porque en él las lágrimas no son lenguaje de las entrañas, sino expresión superficial de su participación, también superficial en la procreación. De ahí a decir que la mujer llora, mientras que el hombre sólo lloriquea, no hay sino un paaso. En otras palabras: se espera que la mujer llore, no sólo por ella misma, sino también por el hombre; éste no debe tener emociones sino para relacionarse con una mujer, y ello con el único propósito de que ésta llore por él.
 
Tanto la partera como el cirujano dan una nalgada al recién nacido: el llanto de éste no es sólo su primer signo de vida, sino el momento de suprema, casi cataclísmica transición: antes de nacer vivía sumergido en líquido vital, y casi podría decirse que en llanto. Tras el nacimiento, con el primer lloror expulsa de sí su mundo acuático (por no decir que se autoexpulsa del paraíso líquido) y deviene seco. Aquí entra de inmediato la regulación de género: si la recién nacida es mujer, se le permitirá la acuosidad en su vida futura; si el neonato es varón, se le pedirá que asuma la sequedad, fundamental atributo masculino.
 
Y la mujer practicará su arte a plenitud: ante los estímulos más aparentemente nimios, sus ojos se humedecen. La mujer es capaz de deshacerse en llanto, mientras que el hombre no puede hacer otra cosa que intentar fugazmente deshacerse, y ello a través de la imitación --más o menos burda-- del llanto de la mujer. El espectáculo de un hombre deshecho en llanto es patético no porque sea socialmente infrecuente, sino porque equivale a la mala imitación de un arte que no le pertenece; y si resulta a veces incluso grotesco es porque el hombre sólo llora por una razón de fondo, independientemente del particular estímulo: recuperara, así sea por unos instantes, el paraíso acuático de sus orígenes.
  
La mujer llora casi ante cualquier estímulo: lava su alma constantemente en el mar primigenio. Ni siquiera es necesaria una historia triste: basta una imagen. Ella no necesita pretextos para ejercer su arte esencial, pero gusta de convocarlos: desde las películas melodramáticas hasta las catástrofes amorosas. El hombre si requiere enormes estímulos para llorar, y cuando lo hace imita a la mujer,, como si ella también resguardara el alma del varón (al menos la parte húmeda, la más fértil). Debido a que la mujer es capaz de convivir de modo tan profundo con el sufrimiento, el extremo opuesto, la sonrisa, resultaen ella tan limpia, sencilla, honda y misteriosa. En cambio, ninguna sonrisa más reseca que la del hombre, salvo las de aquéllos que logran humedecerse, es decir, afeminarse, feminizarse.
 
Dentro o fuera del matriarcado, un círculo de plañideras lava constantemente al mundo reseco y masculino, hasta que exista un círculo de llorones capaces de responderles en su mismo lenguaje. Sólo entonces la retina del mundo podrá limpiarse y llorararse, de vuelta en el acuático paraíso primigenio que sólo se ha perdido por adicción malsana a la sequedad."
 
Buenfin



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